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TITAI

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Mensajes publicados por TITAI


  1. 5. Las piedras de la Historia

    Algo había que beber. Aunque no nos decidíamos. No había manera. Curro, Ale y yo estábamos frente al expositor de bebidas de un pequeño supermercado de la calle Athinas, no muy surtido, sin atrevernos a escoger. Serían las ocho de la tarde de nuestro segundo día de viaje, y nos esperaba una larga e incierta noche en lo que sería el primer tren nocturno del viaje hacia Kalambaka, con trasbordo de una hora incluido en algún lugar de Grecia, y había que coger provisiones. Ya habíamos escogido un buen puñado de sanas galletas industriales y otros azúcares refinados e hipercalóricos, pero nos hacía falta algo de alcohol para afrontar la espera.

    Había un montón de botellas indefinidas que parecían ser ron, whisky, vodka y cosas así. Pero que también podrían no serlo. Además de ouzo. El ouzo es un licor típico griego que puedes encontrar en las tiendas de souvenir en vistosas botellas, y en las tiendas de barrio, de mejor calidad, por un tercio de ese precio. Sin embargo, ya lo habíamos probado antes, y no nos entusiasmaba la idea. Sabe parecido al anís, aunque un poco más fuerte. Y a mí el anís no me gusta ni en Navidad. Es cierto que yo llevaba mi petaquita rellena de coñac lista para la ocasión, pero no había suficiente para todos. Y según se terciase la noche, ni para mí mismo. Al final, optamos por una botella de Cointreau, que era una de las pocas marcas que logramos identificar, y nos largamos.

     

    El día había empezado bien. De hecho, empezó de la mejor manera posible: amaneció un sol claro y agradecido, y nosotros nos perdimos en el Plaka camino de la Acrópolis. Y esa es la única manera de conocer, o al menos intuir, una ciudad: perderse. El barrio de Plaka guarda las calles más mediterráneas y bohemias de la ciudad: callejuelas, recovecos, escaleras sin salida, ruinas esporádicas, macetas y plantas en las ventanas, paredes claras… Además de sus coloridas y bulliciosas calles principales. Si Atenas conserva aún un espíritu propio de ciudad, este, con toda certeza, reside en el Plaka. Y así estuvimos, dando vueltas alelados como carajotes a las nueve de la mañana, con el barrio prácticamente para nosotros, hasta que encontramos la entrada a la Acrópolis.

    De Atenas se pueden decir muchas cosas malas. Pero con todos sus defectos y virtudes, Atenas es lo que es. Y lo que es, por encima de todas las cosas, es una ciudad vieja. Una ciudad con más de tres mil años de Historia abiertos en carne viva en forma de piedras y ruinas. Piedras que hacen obligatoria la visita a una ciudad tan contaminada y descuidada, y que encima hagan que merezca la pena.

    Gratis por ser estudiantes (doce euros sin documento que lo acredite) entramos a las misma ruinas que la noche anterior contemplamos empapados y boquiabiertos desde el arco de Adriano bajo una tormenta de mil demonios, ahora con el sol filtrándose por las grietas de cada piedra tallada y cada roca. Las ruinas se encuentran desperdigadas en un gran espacio que, hace más de dos mil quinientos años, albergaba el epicentro cultural, social y religioso de la ciudad, y probablemente del mundo. Sus construcciones van ascendiendo por la ladera de la montaña hasta escalar un gran peñasco de piedra, sobre cuya cima se erige el Partenón y el resto de los grandes edificios, en la parte más alta de la ciudad. Que es precisamente lo que significa la palabra Acrópolis.

    Desde el teatro de Dionisios, lo primero que nos encontramos al entrar en las ruinas, hasta las mastodónticas columnas del Propileos, que se convirtieron en las puertas de la Acrópolis, ascendimos por la loma antes de entrar en la explanada que se sitúa sobre el gran peñasco gris, en el que descansan los restos del Partenón, destrozados por nosotros mismos en una más de nuestras estúpidas guerras, el Erectión con sus seis caríatides y el resto de ruinas. Por supuesto, antes de irnos, Rafa, Ale y yo le hicimos una pequeña visita a los escasos restos que se conservan del templo de Asclepio, dios griego de la Medicina. A ver si nos pegaba algo.

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    Abajo, ya fuera de la Acrópolis y a su sombra, estaban los restos del templo de Zeus Olímpico y el Arco de Adriano. El día anterior, entre lo tarde que era y la lluvia que empezó a caer, no pudimos entrar al templo, así que aprovechamos y bajamos a ver sus gigantescas columnas. Y de ahí, al Estadio Olímpico (en el que Martín Fiz y Abel Antón entraron triunfantes en la maratón del Mundial de Atenas de 1997, dato que Curro se encargó de recordarnos unas trescientas o cuatrocientas veces y me ha obligado a dejar por escrito).

    Después de eso, lo que hicimos fue comer. Comer como cerdos. Con la misma ansia que usamos para meternos un atracón en la cena del día anterior, y el mismo gozo que gastamos los primeros días de viaje. Porque en Grecia hay dos cosas que no están al alcance de otros países: piedras históricas y una gastronomía de toma gyro y moja. Y es que allí se come de lujo. Lo cierto es que no pudimos probar muchas cosas, aparte de los sempiternos gyros y alguna ensalada. Pero creo que podría vivir a base de eso toda mi vida. De gyros, ensaladas, berenjenas rebozadas con su salsa de yogur, y olfateando por las calles. Conforme va llegando el medio día, las calles se inundan de olores de todo tipo: especias, sazonados, fritos, salsas, dulces… que hacen que uno empiece a paladear y salivar hasta rozar la deshidratación. Desde luego, pasear a al hora de comer por el Plaka es un espectáculo olfativo. Sea en un restaurante, o en cualquier puesto callejero, es muy fácil disfrutar la comida allí. Había un hombre con un carrito lleno de muchos tipos de frutos secos que yo no había visto en mi vida, expuestos para que la gente los cogiera ellos mismos. A veces los mejores museos se los encuentra uno en mitad de la calle, así que nos acercamos a curiosear y a meter las narices donde pudiéramos. Empezamos a charlar con el vendedor y nos dejó probar algunos. Mezclando inglés, español e italiano nos explicó qué era cada cosa y como lo hacía. Con mucha simpatía además, porque nos contó había vivido un tiempo en España y guardaba mucho cariño a los españoles, y además nos recomendó que visitáramos el Instituto Cervantes de Atenas, que estaba a vuelta de una esquina y era muy bonito. Evidentemente le compramos unas bolsitas de frutos secos. Yo me llevé una especie de plátanos fritos secos, más comunes pero que me llamaron mucho la atención, que montaron en mi boca ellos solos un espectáculo de luz y sonido.

     

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    Ale (de rojo) y yo (azul) a punto de comernos hasta las florecillas del plato

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    Yo a esto lo titulo "Detalle de comida griega"

     

    Cuando salimos de la tienda ya era prácticamente noche cerrada, aunque aún no había cambiado el paisaje propio de la noche ateniense. Todavía no habían quitado los periódicos y revistas de los quioscos callejeros para cambiarlos por los expositores de pornografía salvaje, y la calle Athinas aún permanecía gris y bulliciosa, con las tiendas abiertas y todo su material expuesto en el exterior, acumulando polvo: maletas, radios, tazas de váteres, ropa… Excepto el mercado de la ciudad que ya habíamos dejado atrás –yo y mi afición a visitar los mercados locales por la mañana– todas las tiendas desprendían un aire de mercancía vieja acumulada y descuidada. Sólo los barrios más turísticos o más comerciales se libraban de aquella impresión generalizada de Atenas, además de unas pocas y genuinas plazas, como la del Ayuntamiento, en la que la visión de los olivos allí plantados intentando sobrevivir, respirando y gastando clorofila a duras penas entre la contaminación y el tráfico, le enternecía a uno el lado vegetal.

    Íbamos ya de vuelta al albergue. Teníamos que recoger las mochilas y llegar a la estación de tren con tiempo para cenar algo, aunque íbamos bien de tiempo. Al llegar a la plaza Kotzia, nos topamos con una manifestación. No era la primera que veíamos desde que llegamos. Ya el primer día nos dimos con una comunista frente a la Academia, aunque aquella no tenía mucha pinta de ser ni comunista, ni muy izquierdista tampoco, precisamente. Parecía que estaba ya terminando, pues la gente se empezaba a marchar entre aplausos y los gritos de entusiasmo del señor que estaba sobre las tablas. Adelantamos a una familia que salía de la misma, con sus hijos pequeños y carrito de bebé incluido, todos ataviados con banderitas y pegatinas del partido en cuestión, que los niños agitaban felizmente. Al ver aquello, torcí el gesto. Y supongo que porque llevaba rumiando al personaje toda la tarde, me acordé de Sócrates.

     

    La puesta de sol la habíamos visto en el cementerio del Keramikos, y las últimas horas de luz las pasamos deambulando en el barrio de Monastiraki, entre la catedral ortodoxa (la primera que veía en mi vida), las plazas y los mercadillos. Sin embargo, en lo que habíamos invertido la mayor parte del tiempo de aquella tarde fue en el Ágora.

    Aquél era, junto a la Acrópolis y construida bajo la misma, el centro neurálgico de la vieja Atenas de los libros de Historia: la de Pericles, Platón, y tantos otros. Funcionaba como recinto sagrado, además de mercado y centro de gobierno, por lo que allí bullía la actividad social y política de la ciudad. Era la gran superficie de templos, colinas y edificios en la que los atenienses se reunían para discutir y organizar la política de la ciudad. En la que los sofistas y oradores prestigiosos inventaron la democracia y sus corruptelas y demagogias, y Platón los criticaba por ello. Es, también, el lugar donde condenaron a Sócrates, y donde este decidió morir y tomarse la cicuta, aceptando las leyes injustas de su patria, negándose a escapar de una cárcel cuyas puertas tenía abiertas.

    Sobre todo aquello dio bastante tiempo a reflexionar allí mismo. El día amaneció claro y soleado, y sin una nube en el cielo llegó el ocaso. Pero en medio, sin saber exactamente cómo ni de dónde, nos volvió a caer un chaparrón de los gordos que volvió a dejarnos en bragas. Las primeras gotas nos pillaron ya entre aquellas ruinas, pero afortunadamente llegamos a tiempo de refugiarnos junto a varios turistas y algún perro en el inmenso pórtico columnado del único edificio reconstruido del recinto, la Stoa de Atalo.

    No fue una lluvia fugaz, así que nos acomodamos como pudimos y esperamos a que pasase la tormenta. O más bien, como nos dejaron. Los seis nos desperdigamos en torno a una columna, Ale se puso a leer la guía que llevábamos de la ciudad, Chory a escuchar música, y Curro, Rafa, Robe y yo a jugar a las cartas. Hasta que vino una mujer a llamarnos la atención. A nosotros cuatro. Por viciosos, supongo. Resulta que, a juicio de la señora, que era la vigilante del recinto, estábamos en un recinto cultural, y por tanto sólo se podían hacer cosas culturales. Podíamos escuchar música, como Chory, o mejor aún, leer, como estaba haciendo Ale. Esa opción nos la repitió varias veces mientras lo señalaba, mirándonos con ojos de “¿Por qué no podéis ser como él?”. Lo que evidentemente no podíamos hacer, señaló, era estar recostados de cualquier manera sobre el suelo, como estaba yo. Por allí había un par de perros empapados, tumbados en el suelo y sin hacer nada cultural que no amonestaba, estuve a punto de objetarle a la señora. Pero sabía que aquello era una batalla perdida, así que no lo hice. Los perros gozan de impunidad en Atenas. La mujer se marchó y despertó a unos guiris que estaban durmiendo cerca de nosotros con el mismo pretexto, dejándonos en paz. Pero advertidos de que si incumplíamos las normas, nos íbamos a mojar muy culturalmente fuera, entre las ruinas.

     

    La Ministra de Cultura daba insistentes paseos por el pórtico vigilando que todo el mundo estuviese cultivando su alma como era debido, así que descartamos la opción de volver a sacar las cartas y echar una partidilla clandestina. A mí, sinceramente, aquello me tocó mucho los atributos, pero no me quedaba otra. Así que me dejé llevar por mis pensamientos y acabé recavando en Sócrates y todo aquello. Eso sí, esforzándome mucho en poner cara de estar pensando en algo profundamente insustancial, y bebiendo sorbitos de mi petaca de coñac cuando advertía que la tía me miraba. Simplemente por putear a la señora. Vale que estaba pensando en Sócrates, pero porque yo quería. Ojo.

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  2. 4. Los amos de Atenas

    Las ciudades son como las mujeres de las que uno se enamora. De hecho, no hay mejor amante que una ciudad. Siempre está ahí cuando vuelves, siempre es hermosa cuando te enamoras de ella, siempre tiene algo nuevo que ofrecerte, un rincón secreto que antes no habías visto, una intimidad nueva que te descubre, un lunar más en un recóndito hueco de su cuerpo. Y encima, no son celosas. Permiten que te enamores de varias a la vez, que compartas tu pasión entre muchas, e incluso se enorgullecen y llevan a cabo comparaciones que llevan a gala como mérito –fíjate, que está enamorado de París y de mi, ¿sabes?- y no como deshonra. Al igual que nosotros, sus torpes galanes, la enseñamos y exhibimos con orgullo y pasión a amigos y enemigos y consideramos cada nueva conquista que ella hace la ratificación de nuestros sentimientos.

    Pero las ciudades no nos pertenecen a nosotros, sus tristes amantes. Sí al revés, ya que se hacen dueñas de nosotros, pero por mucho que nos empeñemos en coronarnos a nosotros mismos como sus conquistadores, nunca llegamos a poseerlas del todo. Podremos hacerle muchas veces el amor a una ciudad, pero les aseguro que serán otros con los que sueñen. Son otros sus dueños. No aquellos que se limitan a pisarla a diario ni han edificado su vida sobre ella. No. Sus dueños son aquellos que han hundido sus raíces en su suelo, y beben la misma savia de la que se nutren sus símbolos y estandartes. Aquellos que la aman, sí, pero no se quedan ahí. Convierte cada paso y cada acto en un gesto de cariño para con su dama. Si descansan en un parque respiran de ella, si se cobijan en la sombra se resguardan en ella, si la pasean la acarician, y si suspiran alimentan su alma. Son los verdaderos amados de la ciudad, de forma que esta se repliega sobre esos que, ojo avizor, descubres que cada metro y cada piedra de ella existe aún por y para ellos. El resto de sus habitantes lo saben, y está más que asumido. No hay más que ver la impunidad con la que hacen cosas que para otros o en otros lugares resultarían extrañas, sin asombro de nadie.

     

    Por supuesto Atenas tiene sus propios amos. Sus propios guardianes, más allá de las piedras y sus propios dioses que la custodian. Y forman un grupo heterogéneo, aunque reconocible de sobra. La pueblan dispersos por toda la ciudad, desde las ruinas hasta los parques. Son sus perros. Los perros de Atenas.

    Fue de las primeras cosas que me impactaron en el metro, pero pensé que sería uno que se habría colado. Pero vi más deambular por pasillos y vagones, sin asombro de nadie. Se tumban en parejas o en tríos en los parques o en las plazas, ocupando la sobra de los bancos en los que otras ciudades conquistarían las personas. Pasean tranquilos por cualquier calle, cruzan los semáforos y desaparecen por la noche. En esa extraña noche ateniense en que los kioskos de prensa se transforman en expositores de pornografía, los más desafortunados copan los soportales de los edificios intentando coger el sueño y los perros entran libremente en los bares y pubs, dónde más tarde los vimos mientras nos tomábamos una cerveza.

     

    Ese primer día en Atenas me estuve fijando en ellos en cada punto de la ciudad que visitamos. Estuviésemos donde estuviésemos, mirase donde mirase, siempre estaban ahí. No era una presencia invasiva ni incómoda, todo lo contrario. Los animales estaban siempre relajados, contemplativos ante la ciudad y los turistas que veníamos a conocerlas, ajenos a que ante los que de verdad debíamos mostrar respeto eran esos simpáticos y tranquilos seres peludos de cuatro patas. En la decepcionante Atenas, que en justicia tanto tendría que ofrecer y en la realidad tampoco luce, tanto en sus normourbanizadas calles como en las escasas perlas –eso sí, perlísimas- que nos encontrábamos por el camino, ellos siempre presiden el espacio.

    Recuerdo que el primer encuentro con algo destacable de la ciudad fue en el gran espacio que alberga el clásico edificio de la Universidad -en cuya puerta un simpático caballero, doble de Rafael Alberti, se puso a charlar encantado con nosotros sobre España y explicándonos la historia del edificio y la universidad mientras un chófer lo esperaba bajo las escaleras frente a un enorme coche negro-, junto a la gran Biblioteca Nacional y la Academia. La biblioteca es realmente impresionante por dentro, abrumadora por tantos y tantos volúmenes antiquísimos observando impávidos desde sus altísimos estantes, con una sola sala central en la que los escasos y afortunados investigadores y estudiosos podían pasar las páginas de estos libros de lomos ajados y coloridos.

    Cuando salimos, se puso a llover de repente y sin previo aviso, cogiéndonos en bragas a los seis sin ningún tipo de protección para el agua. Así que fuimos de soportal en soportal hasta la plaza Sintagma para ver el cambio de guardia. Cuando llegamos aún no había escampado, así que fuimos a cobijarnos bajo uno de los naranjos que adornan la entrada a las grandes escaleras del Parlamento. El árbol más grande y más cercano a las casetas de los guardias estaba ocupado, como no, por un perro a salvo de la lluvia. Tras ver el cambio de guardia de los poco amenazadores guardianes con faldita y pompones en los zapatos, y aprovechando que empezaba a escampar, bajamos por los Jardines Nacionales hasta el Arco de Adriano. Ahí fue donde por fin me quedé sin respiración por primera vez en Atenas. A punto de culminar el ocaso y con los últimos rayos de sol rayando el ocre del cielo, sobre las ruinas del arco y en la cima de un inmenso peñasco, se erigieron iluminadas sobre nosotros las columnas del Partenón. Y no pudimos hacer otra cosa los seis que callarnos y quedarnos un rato contemplando embobados esa maravilla antes de que cayera la noche y corriéramos a afrentarnos en el Plaka en busca de los restos de la gran virgen griega envueltos en la nocturnidad de Atenas. Hasta que de repente el cielo que creíamos despejado se encapotó de súbito, y un rayo despuntó sobre las piedras de la Acrópolis y nuestras cabezas. Así aprendimos la lección más importante que puede enseñarte esa ciudad: si hay algo de lo que nunca puedes fiarte en Atenas, es del cielo. Porque de repente, precedida por ese relámpago, descargó sobre nosotros un chaparrón mucho mayor y más fuerte que el anterior, y mientras toda la gente que había reunida a las puertas del Odeón de Herodes Ático corría buscando cobijo y los perros que por allí rondaban se quedaban con los mejores sitios, nosotros nos quedamos de nuevo ahí embobados como capullos viendo los rayos caer sobre el Partenón, empapados bajo un cielo ya negro como el carbón cebreado intermitentemente por la tormenta, hacia el que emergía a nuestra izquierda la torre de Filoppapos, naranja entre una oscuridad impenetrable, y frente nosotros con toda su gloria lo que aún quedaba de la vieja Acrópolis de Atenas.

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    Pollo ateniense con su atuendo típico de cambio de guardia militar

     

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    Arco de Adriano nocturnizado


  3. Vamos a ver, soberano h**o de p**a (señores, les presento a Rasenplatz, es decir, Curro, o como lo conocerán más adelante, el cabrón que perdió mi mp3), nosotros hicimos un transbordo en BCN, pero era un mismo vuelo. Aún así, recuerda nuestra extrañeza al comprarlo, ya que sabíamos que unos meses antes sí había habido vuelos directos desde Sevilla.

     

    Ademore, a lo que yo me refería es que creo (creo) que vueling ya no ofrece un mismo vuelo sevilla-atenas, con trasborno en BCN o sin él. Aunque, ciertamente, no me he expresado bien. Ya que al haber trasbordo, aún siendo el mismo vuelo, no era un vuelo directo. De todos modos, si me disculpo ante alguien será sevmollete. Ante ti lo haré cuando me recuperes cierto aparatito escucha-música.


  4. Si los profesores de lengua de verdad tuvieran interés, sería facilísimo. Lo único que tienes que hacer es conversar con el alumno cinco minutos. Ahí sabes quien ha leido y quien no. Pero igual que es muy cómodo buscar un resumen por internet para el que no tiene interés en aprender, es muy cómodo hacer un examen escrito sobre un libro preguntando pamplinas para el que no le interesa enseñar.


  5. UUueeee! gracias por contestar jeje

     

    Casi todas las dudas las tengo resueltas pero no lo habia puesto por aquí.

     

    godraude Tenia la misma info, la cogí de la página de los autobuses que pone ryanair para los vuelos ;)

     

    TITAI

     

    El otro día estuve en la estación de aquí y a parte de confirmarme que podia comprar ahí los pases, me dijo que lo mejor era coger la reserva en Milán en este caso...es la única que necesitamos, según la web alemana.

     

    Y vamos según planos y demás lo que me comentar o en los mismos albergues ó en alguna oficina de turismo de la respectiva ciudad.

     

    Más que dudas son miedos a no saber que ahcer una vez en la ciudad...es que es la primera vez....ya sabeis es especial XDXD

     

    Un saludo!

     

    Tranquilo, no duele xD Tu relájate y disfruta xD

     

    Es normal que tengas miedo a quedarte "colgado" o a desperdiciar el tiempo... pero para eso inventó Dios las guías de viaje, google, la wikipedia, y sobre todo, el foro de inter-rail!


  6. 3. El griego

    Grecia es un país de contrastes, en el que a veces confluyen torpemente la modernidad con lo antiguo, y pasado y progreso chocan estentóreamente en más de una ocasión. Pero sin duda, en cuanto a naturaleza y geografía, es un país hermoso. El mero hecho de entrar en Atenas desde el mar ya era un buen principio y precedente para juzgarla, ya que además de hacerla indudablemente más espectacular y bonita, para estar totalmente tranquilo el gaditano necesita el azul del mar como el claustrofóbico del azul de cielo. Y yo, por mi parte agradecí, la consideración. Además, conocimos en el avión a una simpatiquísima mujer española, casada con un señor griego y residente en Atenas, que se interesó por nuestra suerte y nos explicó con pelos y señales cómo llegar a nuestro albergue desde el aeropuerto, cómo movernos por la ciudad y algunos detalles de las costumbres y gastronomías griegas.

    Tanto eso como un paisaje escarpado, de rocas y peñascos grisáceas y de un verde salado, mediterráneo como él solo, me transmitió una sensación inicial de familiaridad que ya no me abandonó en toda mi estancia en el país. Ni siquiera al bajarnos del avión y toparnos con un alfabeto desconocido hicieron desaparecer de mi esa impresión. Todo lo contrario, ya que por encima de lo sumamente pintoresco que se hacía estar de un alfabeto distinto al latino, está lo increíblemente graciosas y simpáticas que son sus letras. En serio, son caracteres que derrochan jovialidad y dinamismo. Bastante más, desde luego, que sus vecinos los cirílicos, mucho más secos y antipáticos. Una misma palabra escrita en los dos alfabetos podrá significar exactamente lo mismo, pero desde luego no te lo dicen con la misma servicialidad y buen rollo.

     

    Del aeropuerto tuvimos que coger un tren al centro de la ciudad, y después un metro. Esa sensación familiar me acompañaba, y aunque tardé un rato, al final comprendí por qué. Fue en el metro. Es verdad que en mi ciudad no lo hay, pero por el resto de España si he usado unos cuantos. Y además, lo que me transmitía esa sensación no era el metro en sí, sino la fauna que transitaba por el transporte público. Había una mezcolanza y una heterogeneidad que, más allá de diferencias raciales, no me había encontrado en otros suburbanos de Europa. Muchísima gente joven, cada cual con sus pintas: unos en ropa de deporte más o menos hortera, otros con sus vaqueros y sus camisetas, y otros bastante más arreglados. También Marías de barrio con chándal rosa fucsia y cadenitas de oro, o cincuentonas con ropa muy pegada marcando lorzas y arrugas, viejos con las camisas desabrochadas y el pecho al aire, gente arreglada que venía del trabajo cartera en mano, madres de familia con sus compras del mercado, hijos y carrito de bebe todo a la vez, mucha suciedad por el suelo y mugre por el destartalado vagón, y aunque en puridad no olía mal, la presencia de humanidad concentrada era evidente para ese sentido. Algunos iban callados y otros voceando, unos cuantos te empujaban o no te cedían el paso, te miraban con desconfianza si les preguntabas algo en inglés, y a la mujer de la compra, carrito y niños sólo la ayudo –me parece- una chavala joven y sonriente que estaba cerca de la puerta cuando se bajó mientras el resto observaba impertérritos. Si no llega a ser por los carteles de las estaciones y las inconfundibles narices griegas del personal, habría jurado que aún seguíamos en España.

    Pero todo esto se quedó en nada cuando sin querer escuché una conversación que dos adolescentes mantenían enfrente mía. Por mi madre habría jurado en más de una ocasión que esos dos estaban hablando en castellano. Es más, tuve que concentrarme mucho en lo que decían para confirmar que no era así –lo que hacía que a veces me quedase embobado con la mirada perdida en ellos y en una ocasión uno me mirase a mí como a un perturbado mental–. Y no me pasó sólo en el metro; paseando por una calle más o menos concurrida o en cualquier bar o restaurante me pasaba lo mismo. No entendía las palabras que se decía, pero escuchaba sonidos que confundía con los nuestros y me despistaban. Supongo que será que el español y el griego se parecerán en su fonología o en algún tecnicismo más concreto. Sabe Dios. Sé que es difícil de explicar, y más aún de creer. Pero por mi mochila que fue así.

     

    Cuando emergimos de la Atenas subterránea, se hizo el caos. No era un caos romántico y apocalípticamente divertido, como en Nápoles, sino bastante más desagradable. Subimos desde el metro a la plaza Omonia, y la semilla de Europa se nos presentó como una desafinada orquesta de suciedad, vehículos sin control, ruido, abandono y un agradable, aunque desafinado en aquella armonía de despropósitos, delicioso olor a comida. Tanto nos sedujo el aroma que pasamos un poco por alto una suciedad que creímos transitoria y nos paramos a comer en la plaza misma, entre viejos y descuidados edificios que en otro estado habrían sido bonitos, sentados en un escalón cerca de un puesto de deliciosos giros rodeados de temerarias zuritas que hacían intrusiones suicidas en nuestro territorio para robarnos la comida y vagabundos locos que gritaban furiosos a las palomas, a los escalones y a las losas del suelo –vamos, esto último como en Cádiz pero en griego-.

    No fue algo transitorio. La suciedad y la basura nos acompañaron en Atenas hasta que nos fuimos de la ciudad. El camino hasta el albergue fue uno de los que más nervioso he hecho en mi vida, y eso que fue a plena luz del día. Calles resquebrajadas y asquerosas con gente gritando, carritos con montones de ropa en las esquinas, tíos tirados por el suelo durmiendo –algunos con botellas de cerveza en las manos, otros a palo seco- y varias mujeres no muy jóvenes, con poca ropa y muchas arrugas, sospechosamente maquilladas y aplicándose esmalte de uñas en unas manos muy sucias mientras hablaban también a gritos entre ellas en corrillos pequeños, nos acompañaron hasta la puerta del hostal. Un hostal muy barato, con muchas fantasmagóricas lucecitas azules por las escaleras de entrada, pero que debía ser bastante divertido. A juzgar por los preservativos que me encontré esa noche en las duchas comunes.

    Recuerdo que esa noche salimos de fiesta a una zona que nos habían recomendado, y nos sorprendió bastante que además de la basura –que solía seguir estando ahí por la mañana también- hubiera mucha gente durmiendo en la calle, varios de ellos tullidos e inválidos. Nunca tuve sensación de inseguridad, porque lo cierto es que si hay indigentes, mayor es aún el número de policías que vi tanto en nuestro barrio como en otros por la noche, pero evidentemente esa pobreza sumada a la ingente cantidad de mierda que inundaba las calles, hacía que Atenas desprendiese una imagen de miseria indigna de una ciudad llamada a ser tan resplandeciente y espectacular como Roma.

    Tuvimos ocasión de hablar con una muchacha ateniense que conocimos al día siguiente, antes de irnos, y a la que pregunté sobre como veía ella su ciudad. Enseguida entendió a que me refería, y me dijo que Atenas era una ciudad sumamente sucia. “¿Sabes? No tenemos muy buenos políticos en Grecia ni en Atenas, pero aún así la gente extrañamente les sigue votando, o al menos siguen ganando las elecciones, y así nos va, con la ciudad hecha una mierda”. De todos modos, también nos avisó de que habíamos ido a hospedarnos en el peor barrio posible –matizó claramente lo de “el peor”- y encima el camino que habíamos tomado antes para llegar era el menos recomendable, además de recordarnos que la ciudad, en cuanto a seguridad, no tenía problemas. No obstante, se la veía triste y resignada cuando nos contaba cosas de allí. “Grecia es un país muy atrasado con respecto al resto de Europa. Espero que algún día las cosas cambien”, sentenció.

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    FoToOo TuEnTiIi De MiS nIñAsSs LaS lOoOkIiIsS y YoOoO!!!!!


  7. Bueno, como soy plenamente consciente de que el último capítulo es un truñazo de la hostia, y que para los menos novatos no tiene mucho interés, subire en breve otro (lo cual no quiere decir que vaya a ser bueno, ni del interés de nadie xD). Pero que no sirva de precedente este ritmo de edición! ;)

     

    bien bien!! 3 dias solo en postear un nuevo capitulo, esto promete!! :lol:

     

     

    algo que me pregunto a menudo, quizas deberia abrir un nuevo hilo para no desvirtuar tu diario... ¿que musica llevais en el mp3 cuando os vais de interrail? ¿sois de los que cuando se va de viaje cambia toda la musica para no rayarse con la de siempre?

     

     

     

    Pues mira, hablando de la música... Yo suelo llevar siempre la misma música en mi mp3, con algunas modificaciones claro, pero en esencia es la misma. Suelo llevar cuatro carpetas: una de ismael serrano, otra de sabina, otra de carnaval, y la cuarta más grande y variada (que evidentemente, también tiene temas carnavalescos, sabinescos e ismaelserranescos :bleh: ).


  8. Bienvenido Chuso!! Y mucha suerte con ese viaje!!

     

    No te preocupes que tus dudas son muy fáciles de afrontar. En primer lugar, el pase de interrail tiene una validez de tres meses, así que calcula eso por si lo quieres comprar de antemano. Si vas a comprarlo a una estación renfe, te lo dan al momento. Pero si lo pides por internet, tarda una o dos semanas.

     

    En cuanto a planos, guías, lugares de interés en las ciudades... No te preocupes, en los albergues disponen de toda esa información. De hecho, en los akbergues disponen hasta de información de ciudades cercanas y no tan cercanas, conscientes de que son lugares de paso para viajeros. Si lo que te preocupa es cómo llegar al albergue, al hacer la reserva por internet ellos te mandan la confirmación, con una breve explicación de cómo se llega. Además, siempre tienes google a tu disposición, con su google Maps y google Earth, dispuestoa sacarte de un apuro!

     

    Reservar plaza también es fácil. Sólo tienes que ir a las ventanillas de la estación (trayectos internacionales, en este caso) y decir en inglés "Hola, buenas tardes, tenemos el billete de interrail y queremos ir desde aquí a X. Necesitamos una reserva?"

    Ojo con esto, porque la mayoría de trenes internacionales la necesitan, y si queréis hacer un nocturno, esta es prácticamente obligatoria. La reserva suele costar unos 3-5€. Si lo que queréis es una litera, los suplementos oscilan según los países entre 10-20€ más.


  9. 2. Seis viajeros

    Chory dormía en un hueco tras los bancos de la entrada del aeropuerto de Sevilla, agazapado tras el montón que habíamos hecho con nuestras mochilas a nuestra espalda para protegerlas, mientras Ale rellenaba nuestros cuatro vasos de whisky que acompañaban nuestra partida de trivial. Serían las tres o cuatro de la mañana, nuestro vuelo despegaba a las siete y aún faltaba más de una hora y media para que abriera el aeropuerto. La mayoría de mochileros tenemos una sólida y poco confortable experiencia en dormir en el suelo, especialmente en aeropuertos, y nosotros ya habíamos encontrado la forma perfecta para pasar el tiempo. Como es imposible llegar a Sevilla en transporte público antes de las siete, tuvimos que coger el último tren que salía desde San Fernando, y llevábamos desde las once allí. Bueno, llevaban, porque yo fui lo suficientemente carajote como para perder “ese” último tren. Menos mal que mi padre, tras apocalíptico enfado y escarnio público, evidentemente, consintió en llevarme en coche hasta Sevilla a las diez de la noche. Si no tengo que irme hasta Atenas andando y con un guantazo puesto. Por tonto.

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    No, no es un vagabundo... ¡Es Chory en modo low-batery!

     

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    Helo aquí un detalle

     

    A Robe también hacía tiempo que se le había acabado la batería y se había largado a un banco cercano a dormir. Curro le preguntaba a Rafa alguna imposible pregunta sobre cine y yo apuraba mi vaso para que Ale me lo recargara. Ese era el equipo que despegaba a las siete rumbo a Atenas. Los seis de siempre. Cada vez era más difícil seguir la cuenta de los viajes que habíamos hecho juntos. Era, concretamente, nuestro segundo interrail, y sin duda el viaje más accidentado en su preparación e improvisado de cuantos hasta la fecha hemos hecho.

    En un principio pensamos una ruta por Grecia y Turquía, pero se nos iba a quedar coja de días y el presupuesto se nos escapaba de las manos, así que optamos por subir de meridiano y preparamos otra centrada en Polonia, que mantuvimos y cuidamos con mimo hasta que por diversos motivos empezaron a caerse todos del equipo. Hasta que de repente nos vimos sin viaje. Cambiamos de nuevo e ideamos una ruta más corta y económica en la que, básicamente, los seis visitaríamos Atenas y Estambul en siete días, y después Curro y yo continuaríamos por nuestra cuenta perdiéndonos por los Balcanes. Ese era el plan que mantuvimos hasta que, cuatro días antes de irnos, hubo riadas en Estambul y algunos padres prohibieron a sus retoños pisar la perla de Oriente. Y ahí nos vimos, esa misma mañana, buscando como locos conexiones de trenes y autobuses para hacer un recorrido alternativo, teniendo ya comprados los otros cuatro billetes de vuelta desde Sofía.

    Aunque desde luego era una lástima no poder visitar –aún- Estambul, había tenido la gran suerte de que así pude adelantar el que esperaba sería mi primer viaje a la antigua Yugoslavia y los Balcanes. Sólo en mis mejores expectativas creía posible ir ese mismo año. Y encima, iba a poder hacer parte del recorrido con esos cinco capullos que hacen de cualquier paseo algo tan especial. El resto, de luna de miel con Curro por Bosnia. Y no creo que hubiese encontrado ninguno mejor, ya que además de buen compañero para estos fregados, en tan picado como yo de la Historias y sus devaneos bélicos.

     

    De momento seguíamos jugando, aunque luego pudimos dormir un poco tirados en el suelo, ya dentro del aeropuerto y con las maletas facturadas. En viajes así, con maleta a la espalda, el peso hay que cuidarlo mucho, y eso acaba limitando demasiado los medios para divertirse en esas interfases del recorrido, en las que te ves tirado en una estación o sentado en un autobús o un tren con ocho o diez horas por delante. Además de las dos vías de escape naturales y más efectivas, dormir y los propios compañeros, yo llevaba conmigo para echar el rato nuestra amada baraja de cartas, un libro de Fernando Quiñones, una petaca llena de coñac y el mp3 para escuchar música que el cabrón de Curro dejó olvidado en algún rincón de nuestra habitación del albergue de Osijek. Eso, junto al mini-trivial que el olvidadizo cabrón estrenaba ese viaje y su sempiterno cuadernito, solían constituir la mayor fuente de entretenimiento que tanta vida insuflaban a nuestras horas muertas.

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    Un par de horas antes del despegue de nuestro avión, Ale nos demuestra la comodidad del suelo de la calle del aeropuerto de Sevilla

     

    Para disgusto de mi madre eso es poco más del resto del equipaje básico que llevábamos. Un mochilero no puede permitirse mucho más cuando se tira el macuto a la espalda pretendiendo ver mundo. El saco de dormir, cepillo de dientes, desodorante, la ropa contada, justa y necesaria para diecisiete días –tres camisetas cortas, tres largas, una extra para dormir, sudadera, chubasquero, polar y dos pantalones largos más uno corto-, y la interior calculada a expensas de encontrar una lavadora a mitad de ruta. Junto a chanclas –imprescindibles- para la ducha y una toalla de microfibra, que usarla es como secarse con un trozo de plástico áspero, pero se secan enseguida y ocupan poquísimo espacio. Todo pendiente de no sobrepasar diez kilos de báscula, por el bien de mi espalda. El resto de cosas, en común y las repartíamos entre las seis maletas. Por ejemplo, yo llevaba la cámara de fotos, otro la pasta de dientes, otro los jabones, otro un ladrón para poder cargar las baterías de todos nuestros móviles a la vez en los albergues… Más o menos así con todo. Yo tengo la costumbre de llevarme, además, otra mochila pequeña “de asalto” que me acompaña por las ciudades, en la que dejo caer alguna guía de viaje y todos los mapas e información que me voy encontrando, la comida del día, kleenex, y mi queridísima navaja suiza –original y helvética hasta la médula- y poco más.

    A la hora de hacer la maleta, la norma es no sobrepasar el 10-15% del peso corporal. Pero cuando el sujeto pasa con dificultad de los 60 kilos de peso respetar ese porcentaje se convierte en un objetivo digno de tragedia homérica. Esto de hacer el equipaje parece algo trivial y simple, pero cuando tienes que elegir los diez kilos que serán tu única compañía material durante más de dos semanas, el asunto tiene su intríngulis. Aunque en esto cada uno es de su padre y de su madre, hay un consejo que una vez me dio una compañera en este mundo del mochileo que estoy seguro que con el tiempo se convertirá en aforismo y axioma en la materia: “Haz tres montones, uno con lo absolutamente imprescindible, otro con lo que podría ser que te hiciera falta en algún momento y un tercero con caprichos que te quiera llevar. Mete el primer montón en la maleta, deshecha los otros dos, y listo, ya tienes la maleta hecha”. La maleta perfecta es la que menos pesa, y todos los caprichos son prescindibles. Aunque bueno, al final siempre acabo metiéndome en el neceser un blister de ibuprofeno y una pomada corticoidea. Pijotadas que se permite uno.

     

    En realidad, todo lo anterior depende mucho, sobre todo la ropa, de la zona concreta a visitar. Y esa precisamente nuestra mayor laguna aquella noche. Sabíamos que íbamos a la península balcánica, de eso no había duda, y que nos moveríamos previsiblemente por Grecia, Macedonia y Bulgaria; y al menos Curro y Yo , eso estaba bastante más esbozado, por Serbia, Bosnia–Herzegovina, Croacia y más tarde Alemania. Acabar en Montenegro, Albania, Kosovo, Rumania o Turquía dependía más de la suerte –la mía, porque mis compañeros no querían pisar algunos de esos sitios ni en broma- y las circunstancias que de nuestros planes iniciales, pero esa noche yo no me atrevía a cerrarle la puerta a ningún destino. Sabía que afortunadamente iba a pisar por fin el este de Europa. Punto. Y es una de las sensaciones de mayor libertad que he tenido en mi vida.

    Sea como fuere, allí estábamos los seis gastando las horas que quedaban hasta el despegue del avión; dos durmiendo y cuatro bebiendo whisky frente un tablero de trivial, charlando sobre lo humano y lo divino. Y la verdad es que, bajo techo pese a estar en la calle, sin nada de frío, protegidos del relente, bajo las cálidas luces naranjas del aeropuerto, en la noche de Sevilla, a punto de empezar un viaje más sin un esquema claro en la cabeza, y en la mejor de las compañías posibles, allí se estaba de puta madre.

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    Yo soy el segundo empezando por la derecha de sus pantallas, el caballero de la sonrisa estreñida

    Por orden de derecha a izquierda: Curro, Pedro (usease, yo, el TITAI de to la vida, vamos), Ale y Rafa.


  10. "Las guerras no son nobles, no podrán serlo nunca. Ni siquiera los héroes que de ellas surgen las justifican. Pueden nacer de su fuego y sus cenizas historias y cuentos increíbles, personas fabulosas. Verdaderas hazañas. No importa. Maldita la hora en que nacieron los héroes, si lo hicieron en tiempo de guerra."

     

    Esta frase la hubiera firmado el mismísimo Delibes en sus mejores días. Mis felicitaciones por tu excelente prosa y la cuidada ortografía del texto. Si todavía no has escrito ningún libro, no lo dudes, hazlo.

     

     

    Guillem

    Es, probablemente, el comentario que más me ha alagado en mi vida. Encima no se me ocurren muchos escritores cuya comparación me hubiera hecho más ilusión. Lástima que no sea capaz de mantener algo así más de dos folios, y que además no crea que muchos más compartan tu opinión. Pero vamos, que eso me la pela. Te lo agradezco con el corazón en la mano, guillem.

     

    Lo triste es que la calidad de esto va a ir bajando según avancemos. Fijo, vamos. No es lo mismo dejarse llevar en la introducción que ir narrando un viaje... Para mi desgracia :bleh:


  11. en PATOCIENCIA has puesto una foto, porque nos torturas sin fotos a nosotros?? :huh:

     

    en serio, esta muy bien, felicidades!!

    Jajajaja tienes razón carlitos, pero no te preocupes que os compensaré. Como este texto era muy introductorio, no lo he ilustrado. Pero a partir del siguiente caerán más de una. A ver si así conseguimos hacerlo más ameno.

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